La llegada del Constructivismo fue una eclosión. Se regó como una moda de voz en voz, se reprodujo hasta por las respiraciones como un virus, causó sonoridad e impacto como la erupción de un volcán. Traía una idea poderosa y prometía, como las campañas de los políticos, muchas consecuencias prácticas. La idea era que la educación se tenía que acercar, y acoplar, y armonizar con la forma en que los niños pensaban.
Esto significaba, en la escritura, que los niños con sus garabatos estaban haciendo ya escritos, que esos garabatos eran sistemas de escritura -como los llamaron Ferreiro y Teberosky-, y que ellos le daban a esas grafías pleno sentido cuando se les preguntaba qué decía allí, o mejor aún que leyeran eso que acababan de escribir. Los niños levantaban el dedo y “decían que allí decía”, lo que para nosotros hoy en día significa que “leían” sus “escritos” y esto desde el comienzo y sin parar, con muchas formas y maneras antes del código.
Una de las consecuencias prácticas de estas teorías constructivistas era que había que propiciar las escrituras infantiles en situaciones significativas, y preguntarles a los niños qué habían escrito, para que con esa significación que es su lectura, teniendo ya garabato y significado, les pudiéramos decir que eran autores y escritores en todo el sentido de la palabra. Y todo estaba bien, y lo sigue estando, de hecho es uno de los pilares del Programa. Pero lo que le pasó al constructivismo -como a las modas, o a los virus o a los políticos- fue que duró poco, y pocos efectos tuvo.
En términos del profesor Carlo Federici, tuvo efectos sobre el discurso del momento, pero que no cambió ni el pensamiento ni la acción, pues al poco tiempo la tradición volvió a imponerse en la práctica. Así que el constructivismo quedó como un discurso elegante para las conferencias y capacitaciones sin impactar lo que pasaba día a día en el aula.
Uno de los ejemplos de las acciones cotidianas que no se cambiaron y a los que nos queremos referir aquí específicamente, fueron la copia y el dictado: unas costumbres totalmente arraigadas en los métodos tradicionales de la enseñanza de la escritura que parten de la base de que el niño no sabe, y que, por lo tanto, hay que enseñarle todo lo que va a hacer en el aula… Pero si los planteamientos del constructivismo se entienden, lo que sí es cierto es que los niños no saben escribir como los adultos pero si escriben a su manera, hacen signos y les otorgan sentido al interpretarlos, y lo que hacen con ellos -rayones, garabatos o bolitas y palitos- son producciones verdaderas, hechas con sus manos, con forma diversa pero con sentido, lo que ratifican cuando “leen” lo que hicieron con su dedo levantado. Los niños son capaces de hacer sus propios escritos, sus propias producciones que llamamos producciones autónomas, para darle un nombre preciso a su condición de escritores.
Pero claro, un adulto normal cuando ve eso va a decir que son rayones o garabatos, no entiende que es un escrito, y un coordinador o un padre, que evalúa al profesor, seguro va a decir que a su hijo “no le están enseñando las letras”, y como la evaluación de corredor ejerce su impacto y se impone, es deber demostrar que el niño sí está “aprendiendo lo correcto” y entonces vuelve y viene, o mejor dicho permanece, porque nunca se ha ido, la copia.
Es entonces cuando la profesora escribe en el tablero una palabra, o a lo sumo una oración, con consonantes y vocales, y el niño copia en el cuaderno esos signos raros que no entiende; haciendo más bien un dibujo que una escritura, pues nadie le va a preguntar por el significado de lo que hace, eso ya se lo dijo la profesora, eso ya está en el texto escrito que está copiando, y entonces para el niño la tarea es más bien de dibujo que de otra cosa: copiar esas formas lo más igual posible que como las ha hecho la maestra en el tablero, o como están en la parte superior del libro.
La copia no es escritura sino una reproducción gráfica de signos con un sentido externo. Sería mejor que formara parte de una clase de dibujo, pero allí, por la fuerza de la evaluación de la enseñanza, por “el qué dirán”, y porque la idea de que los niños piensan es una cosa romántica, por esos principios ya establecidos, es que la copia se mantiene firme, y ni el discurso del constructivismo, ni los planteamientos iniciales cuando presentamos el Programa Letras, la tocan. Ella sigue allí reinando, y lo hace por un tiempo, cosechando reproducciones como las del nombre y otras tantas aquí o allá, engañando a los evaluadores, y maestros que cuando los niños copian palabras con código, dicen que “como van de bien los niños”, cuando lo cierto es que los niños no han hecho nada distinto a dibujos de formas raras que se llaman letras.
El tiempo de la copia como reina no es eterno, pues tiene un heredero próximo, que toma posesión de la escritura de los niños, cuando ellos ya tienen un incipiente código alfabético. Con las primeras palabras escritas con código alfabético, o más bien un breve tiempo después de ellas, cuando el niño ya puede escribir por fin “como los grandes” llega ese heredero, el nuevo rey, que se llama el dictado, y que se apodera del trono sin problemas.
El tema del dictado se vuelve práctica cotidiana debido a esta inmensa duda, o costumbre más bien, de no creer que el niño puede ser un autor temprano, pues no se sabe qué es esto de la autoría, no se conoce el hecho de que la escritura tiene dos componentes: la grafía y el mensaje, el signo y el significado; y que el niño es capaz de ellos desde sus escrituras iniciales y para siempre.
La copia y el dictado desaparecen cuando pensamos y permitimos que los niños sean autores de sus producciones escriturales, aunque las hagan con formas iniciales diferentes al código adulto, pero escrituras plenas al fin y al cabo, que llamamos producciones autónomas, y que aparecen para perdurar con los primeros garabatos escriturales.
Propiciar las producciones autónomas es un Principio Práctico del Programa, porque debe estar desde el inicio y durante todo el proceso, desde el comienzo y para siempre en el camino, pues la escritura es siempre y de hecho una producción de un autor con un código, no una copia ni un dictado; un acto propio de un individuo humano pensante; una producción de un autor con un sentido y un propósito, aun cuando sus signos sean de muchas formas; y así, con esta idea en la mente debemos hablar, pensar y actuar durante todo el tiempo en la formación de los niños escritores.
De manera que queremos empezar con este principio fundamental, para que junto con los otros Principios Prácticos del Programa, recorramos el camino de la formación hacia la escritura, en la línea y el modo nuevo que la cultura y el Programa hoy nos indican.